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Las razones por las que se contrata a un consultor o consultora pueden ser tan diversas como lo son las percepciones de los equipos directivos sobre para qué necesita su organización algún tipo de ayuda externa. A menudo hay ansiedad por resultados que no llegan. En otras ocasiones, tensiones internas que cuesta identificar y corregir sin facilitación, desconocimiento técnico para implementar una determinada metodología que parece prometedora o, simplemente, la esperanza de que alguien con marca valide un curso de acción que ya está decidido.

Empezando por el lado oscuro, hay un tipo de “consultoría” que consiste en proveer “servicios estéticos”, de maquillaje, porque el cliente lo que busca es cambiar para que no cambie nada. Hay presión interna de los trabajadores o de los accionistas para que se modifiquen cosas relevantes; entonces aparece el profesional que asume el encargo de generar la apariencia de que se hace algo, ajustándose dócilmente al paripé reformista de quien le paga. En una línea parecida están los llamados “servicios de legitimación”, que suelen prestar firmas con mucha marca, para ayudar a imponer decisiones dolorosas que ya han sido tomadas, pero que desde dentro son muy difíciles de defender si no van de la mano de una validación externa.

Pero en el caso de que se quiera a un consultor o consultora para incidir en cambios reales, lo que significa intervenir de forma significativa en la organización a través de soluciones que no está predeterminadas sino que hay que diagnosticar o descubrir; se nos puede contratar -simplificando mucho- para dos tipos de abordajes.

El primero sería lo que yo llamo “servicios generalistas de facilitación”, que consisten en dinamizar procesos para ayudar a la organización a que reflexione y/o impulse el cambio que sea necesario. En este caso, nuestro rol es aplicar ciertas metodologías y técnicas de dinamización, que son generalistas o transversales, para pautar, canalizar y acompañar un proceso de autodescubrimiento. Por poner dos ejemplos: mejorar el clima laboral o identificar oportunidades de innovación.

El otro enfoque es el de los “servicios especializados de experiencia”, que permiten al cliente encontrar conocimiento especializado para abordar retos técnicamente complejos. Aquí el cliente compra -literalmente- expertise técnico, para así ahorrarse errores por ignorancia o desconocimiento. Por ejemplo, estos servicios pueden contratarse para desplegar una red logística o en un proyecto de transformación digital para una organización en un sector que funciona con lógicas singulares.

En los servicios generalistas la persona consultora ayuda a aflorar las preguntas, y también las respuestas, que encuentran los miembros de la organización cliente; mientras que en los especializados, una parte nada desdeñable de las respuestas las tiene que dar el propio profesional. De hecho, es en los segundos donde el consultor hace más de “consultor”, según la acepción más estrecha de la palabra, porque se supone que sabe cosas que el cliente desconoce.

Soy consciente de que en los dos abordajes el cliente “compra experiencia”, porque la facilitación también la requiere. Se nota mucho cuando un/a profesional domina una metodología y tiene un largo bagaje aplicándola en proyectos como dinamizador/a. Sin embargo, es más fácil que un/a aprendiz se forme y llegue a manejar bien una metodología de facilitación en poco tiempo, o sea, familiarizarse con estas herramientas generalistas; que convertirse en una persona experta a la que se le puedan “consultar” dudas y detalles complejos en retos que tienen una naturaleza muy especializada.

Lo que quiero decir es que en el primer caso la falta de experiencia se puede disimular mucho más que en el segundo. Basta con que dediques algo de tiempo a aprender una metodología o técnica, el ABC del proceso, y veas aplicarla a alguien que sepa, para atreverte a hacer tus primeros pinitos con clientes. Se trata de una habilidad transversal que se puede adquirir mediante atajos. Sin embargo, no hay atajos para dotarse de experiencia especializada, no-generalista, en ámbitos que exigen una sabiduría técnica contrastada. Aquí lo que sabes depende mucho del tiempo que le has dedicado y eso se nota por la forma en que respondes a las preguntas complejas que te hacen los clientes.

Afirma Lucy Kellaway, y voy a tirar piedras sobre mi propio tejado, que los mejores consultores son aquellos con una experiencia altamente especializada en campos científicos o industriales específicos. Los peores son los generalistas, en su mayoría economistas, que están dispuestos (a cambio de unos jugosos honorarios) a dar consejos sobre prácticamente cualquier cosa. Sin ser tan drásticos, es cierto que los consultores-a-los-que-se-les-puede-consultar en temas técnicamente complejos son los más caros y menos disponibles. Los generalistas tipo facilitadores abundan bastante más. Por algo será 🙂

En los servicios generalistas, funcionamos activando dos recursos: habilidades de facilitación y dominio de metodologías. Las primeras pesan mucho y son las que se desarrollan más lentamente. Pero si tienes sensibilidad y algo de artista, puedes salir bien parado/a en la mayoría de los casos; y eso explica que la consultoría de hoy se haya desplazado tanto hacia ese tipo de ofertas: lo generalista es más fácil que lo especializado. Sé que esta afirmación puede matizarse todo lo que se quiera, pero opino que en la mayoría de los casos es así porque lo segundo necesita muchísimo más tiempo para acreditar un valor singular.

Quizás en estos tiempos, tan de facilitación, la palabra “consultoría” desencaje un poco y se haya quedado obsoleta. Sugiere una cierta relación asimétrica, de excesivo protagonismo por parte del profesional al que se le suponen todas las respuestas: soy consultor, o sea, alguien al que se le consulta. Siendo esto cierto, también lo es que estamos ahí TAMBIÉN para que se nos consulte, lo que exige que sepamos mucho –muy por encima de la media– de lo que hacemos y nos pagan precisamente (y bastante) por ello.

Lo que estoy intentando reivindicar es el valor de la experiencia en el trabajo de consultoría. El buen consultor o consultora tiene un pozo, un rodaje, una amplia experiencia realizando proyectos parecidos o aplicando capacidades singulares que son necesarias para retos de una determinada naturaleza. Sé que suena antipático en estos tiempos decir que una experiencia bien adquirida nos da credibilidad para “dar consejos” y hacer recomendaciones con seguridad en algunos ámbitos, pero eso es así y deberíamos defenderlo sin complejos: usted me contrata como consultor, así que consúlteme 🙂

Sé que este relato puede sonar al del típico viejuno que patalea ante las nuevas tendencias que diluyen sus ventajas, pero espero que no se me interprete así. Creo, honestamente, que el poco respeto que existe hoy por la experiencia (acrecentado por la facilidad con que se aprende cualquier cosa, de forma superficial, con vídeos de YouTube) explica que esa supuesta polivalencia sea utilizada como coartada por las grandes consultoras para mandar tantos juniors a los clientes, porque les parece que saber aplicar una herramienta o metodología es más que suficiente, cuando en la mayoría de los casos no es así.

A veces, como expliqué antes, nuestro rol consiste en hacer algo parecido al coaching, o sea, inducir a que el cliente construya sus preguntas y respuestas; pero a menudo nuestra principal contribución no es esa, sino aportar respuestas –o como mínimo hipótesis– que den pistas para saber lo que está pasando. Si tenemos suficiente experiencia, podemos encontrar paralelismos con casos similares que trabajamos antes porque conocemos un buen ramillete de indicios y patrones, y eso es lo que el cliente “compra” con más gusto. Apelar a eso no es arrogancia técnica, sino poner en valor la experiencia.

Imagen de holzijue en Pixabay.

Amalio Rey

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