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Un problema serio que tienen las empresas y organizaciones en general, incluidas especialmente las públicas, es que las personas que ocupan cargos de responsabilidad tienen muy poco tiempo para pensar. Insisto, no es solo que a veces les falten metodologías y herramientas para hacerlo bien, sino que ni siquiera pueden parar para distanciarse de la operativa del día a día y reflexionar a fondo sobre temas importantes que demandan una atención de mucha más calidad que la de los asuntos corrientes.   

Esta carencia la veo con frecuencia en las organizaciones con las que colaboro, y ha sido uno de los temas clave que abordé en un proyecto de consultoría reciente: no disponen de espacios organizativos adecuados para la reflexión estratégica. Y entiendo por «adecuados», aquellos que tengan un diseño apto para ponerse en «modo slow», o sea: 1) una agenda con foco ―de ser posible monográfica―, 2) un sitio que permita el máximo de concentración, 3) una predisposición de los participantes a desconectar del ritmo frenético del día a día y cambiar a uno pausado y reflexivo, 4) unas reglas de gestión de la reunión que prohíba el uso de móviles o de ordenadores para otras cuestiones y, 5) una preparación del encuentro con buenos documentos previos que ayuden a basar el análisis en datos y evidencias. 

Como le decía a uno de mis clientes: «Sin paradas en boxes, no se vence ninguna carrera», y esos «boxes» son dispositivos organizativos de una naturaleza muy distinta a los que utilizamos para resolver los problemas táctico-operativos que se dan en una semana cualquiera. Lo «estratégico» necesita ser gestionado como tal, en un contenedor organizativo que tiene sus propias características y que debe estar previsto, reservado, en las agendas, para que pueda sistematizarse. Si eso no ocurre, si no se dedica tiempo de calidad para pensar juntos, lo habitual es que se tomen atajos rápidos, aparezcan las incoherencias, las decisiones clave sean poco asertivas y el equipo directivo tenga la sensación de que siempre llega tarde a todo, además de convivir con un grado de estrés que no es saludable.  

Sobre este tema ya escribí un post: Cuando los cargos públicos no tienen tiempo para pensar, en el que explicaba la incomodidad que sienten muchos responsables de la Administración por vivir en un contexto sobreexcitado, que les obliga a correr como pollos sin cabeza, con una agenda plagada de tareas urgentes que posponen indefinidamente los asuntos importantes. Y decía, además, que lo peor es que tienen un margen mínimo para cambiar esa dinámica porque les viene dado todo por factores externos, que están determinados por el modo en que está concebido el sistema. 

Hay contextos, como el público, en los que la sobrecarga burocrática hace prácticamente imposible «parar en boxes» para pensar en lo importante con la calidad que merece. Sin embargo, conozco otros entornos más flexibles en los que sí es factible introducir cambios organizativos para abrir espacios de análisis con el espíritu «slow» que describí antes. Muchas empresas pueden hacerlo y no lo hacen. Y algunas de las que se atreven, cometen otro error: «externalizan» la reflexión estratégica a personas consultoras que contratan de fuera y compran el resultado sin apenas participar en su elaboración. Dedicaré el resto de esta entrada a abordar este asunto, del que se habla poco pero que me parece sumamente importante.   

Que las organizaciones echen mano de consultoría externa para resolver retos complejos, cuyo abordaje necesita unas metodologías y herramientas que el equipo directivo no domina, es algo que siempre es positivo. Aparecen así unas personas que son expertas en diseñar y facilitar la reflexión estratégica y que ayudan a «pensar bien». Hasta ahí, todo correcto. El problema empieza cuando se dan estas dos situaciones:

  • Se externaliza todo el análisis, el diagnóstico y las soluciones a la parte consultora, que es la que realmente piensa, porque el equipo directivo no tiene tiempo para hacerlo. Dicho en otras palabras: se «delega» la tarea de pensar a profesionales externos, a los que después se les compra la solución. Este modelo es asimétrico, no hay desarrollo de capacidades, porque se actúa bajo la suposición de que se paga a esos profesionales para que den con la solución, en vez de para que faciliten el proceso de encontrarla por el propio equipo.     
  • Se aborda la reflexión como un ejercicio totalmente transitorio, como una ventana que se abre mientras haya facilitación externa, y se cierra apenas esta termina. No hay una sistematización de la práctica reflexiva, ni se integran esas nuevas capacidades y hábitos adquiridos para que la organización lo siga haciendo una vez que la consultoría finaliza.  

En definitiva, lo que quiero decir es que la buena consultoría es aquella que facilita el proceso de la reflexión estratégica «musculando capacidades» que después puedan integrarse en la práctica habitual de la organización. No es darles el pescado, sino enseñarles a pescarlo. Pero conseguir esto no solo depende del consultor o consultora, sino también del cliente que le contrata, y el interés que pone en desarrollar esas capacidades en vez de empeñarse en comprar algo ya hecho que le ahorre trabajo. 

Tengo bastante experiencia en situaciones como esas. Buenas y malas. Porque resulta que yo soy de los que hace trabajar bastante al cliente. No concibo una consultoría asimétrica, en la que se me encarguen soluciones cerradas, llave en mano, sin una participación proactiva de la empresa para la que trabajo. Vale, yo soy «consultor» y, como el nombre indica, debo ser experto en algo sobre lo que me «consultan», así que me siento capaz de alumbrar algunas posibles soluciones a problemas que nos vamos encontrando por el camino. Pero una cosa es eso, y otra que sea yo el que me encargue de encontrar la mayoría de las respuestas. Cuando eso ocurre, es bastante probable que me equivoque (porque nadie sabe más sobre su negocio, y sus circunstancias, que el propio cliente) y, lo que es peor, no contribuyo en absoluto a que esa organización desarrolle capacidades propias para reflexionar por su cuenta en el futuro.    

Y dije que he tenido experiencias buenas y malas porque me he encontrado con clientes «vagos» que esperaban de mí que les sirviera recetas mágicas sin que ellos participen, con esfuerzo dedicado, en su elaboración. He notado, a veces, que voy allí con mis preguntas y metodologías, y el equipo directivo no trabaja lo suficiente en ellas. Se queda como esperando a que también aporte las respuestas. Esto ocurre porque no tienen tiempo de calidad para aplicar esas metodologías, pero también porque están demasiado acostumbrados a que sea el jefe o jefa la única persona que piense en esas cuestiones. 

Compran consultoría como si fuera un coche, un edificio o un servicio llave en mano. Y cuando he descubierto eso, he sufrido mucho, hasta el punto de que la relación no ha terminado bien. Por suerte, ya aprendí, así que ese desajuste de expectativas se me da cada vez menos. Ahora preparo muy bien la relación antes de cerrar el contrato, explicando al detalle cómo trabajo y dejando claro que la participación del cliente en el proceso es una condición para que ambos colaboremos. Intento explicar que importa tanto el impacto del resultado como lo que ambos aprendamos por el camino, y que el desarrollo de nuevas capacidades es también una prioridad en ese marco de relación.     

Por ejemplo, yo trabajo mucho prototipando, iterando constantemente lo que se nos va ocurriendo. Eso hace que el cliente trabaje mucho más que si le doy la solución cerrada. A algunos, si no me conocen, les cuesta entenderlo. Ponen una cara como diciendo: «oye, te estoy pagando para que pienses, no para que me des más trabajo». Conozco esa cara, así que trato de adelantarme, y hago «pedagogía preventiva». Les explico que eso es bueno para ellos. Que hagamos pingpong juntos en cada momento del proceso muscula capacidades en las dos direcciones. Es clave que aprendan cómo se llega a la solución y contribuyan a ella. Esa forma de trabajar tiene un impacto brutal tanto en la calidad o eficacia de la solución, como en la voluntad de implementarla gracias a que se han apropiado del proceso para llegar a ella.  

Vuelvo al mensaje inicial. Si alguien me contrata para resolver un reto de consultoría, quien tiene que pensar en la solución es, sobre todo, ese alguien. Yo soy un facilitador, mi trabajo es suministrar las herramientas y metodologías para ayudarles a pensar bien, pero es el equipo de la organización cliente el que debe torear el problema y arremangarse en la búsqueda de la solución. 

Esto, que se cuenta fácil, es complicado en la práctica. En consultoría puede pasarnos que al ver que el equipo del cliente no avanza, o no dedica el tiempo suficiente para realizar la tarea, terminemos sirviendo «la» solución de forma paternalista. Sentimos ansiedad por entregar un resultado que se note, así que damos por perdido el proceso, tiramos la toalla, y nos vamos directo a dictar recetas. Dejamos de enseñar a pescar, para entregar el pescado rápido y corriendo.   

Y visto desde el otro lado, mi segundo mensaje: las organizaciones no deben, como sistema, «externalizar la reflexión» a consultore/as, por muy buenos que estos sean porque vienen y se van. La alternativa es concebir el papel de estos como facilitadores, y sistematizar espacios dedicados, en modo slow, para esa capacidad se extienda en la organización sin la necesidad de intervención externa.  

Amalio Rey

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