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Mi forma de vivir “lo sistémico”, con permiso de compañeros muy acreditados en esto como Asier Gallastegui, pasa solo por lo empírico. Soy consciente de que el “enfoque sistémico” es algo muchísimo más serio y complejo de cómo lo voy a tratar aquí. De hecho, dudé en usar el término porque temía pecar de simplista, pero al final seguí adelante porque me pareció que hacerlo desde la perspectiva de usuario, no de experto, podía ser también interesante. Se me van a escapar un montón de detalles porque seguramente no soy tan “sistémico” como marcan los cánones, pero compartiré mi forma de verlo y experimentarlo siendo muy consciente de mis limitaciones.

Todo lo que cuento aquí, como decía, es empírico. Lo he aprendido trabajando en proyectos de formación y consultoría. #Yoconfieso que lecturas sobre teoría sistémica he hecho muy pocas, así que no puedo citar metodologías complejas, con mucho pozo, que estaría bien dominar. La mayoría de los proyectos que me han ayudado (y obligado) a echar mano de “enfoques sistémicos” han sido los que me vi necesitado de integrar piezas inconexas, agentes dispersos, y de alejar el zoom para ganar en perspectiva. Esto es, organizaciones o programas que pecaban de inconsistencias porque no reconocían las tensiones (sinergias y redundancias)  entre agentes —que debido a ello suboptimizaban de forma crónica— ni tenían en cuenta el impacto del contexto en esos comportamientos.

Entre todos ellos, uno de los más bonitos y retadores fue la colaboración que mantuve por más de dos años con el programa IntegraSarea, de Osakidetza (Servicio Vasco de Salud), para ayudar al impulso de un sistema atención de salud “integrada y centrada en la persona”. El objetivo aquí era avanzar en la “integración sanitaria” entre los distintos eslabones del sistema, además de mover el foco de la atención hacia las personas que intervienen en todo el servicio. En estos dos posts: 505 y 506 cuento esa experiencia en detalle, lo que aprendimos, pero es solo uno de los proyectos. Otro también sumamente gratificante fue HibriturSelva, una iniciativa del Consell de la Comarca de La Selva, en Cataluña, para crear un “ecosistema” o espacio común (presencial + digital) de aprendizaje y colaboración en red para innovar en el sector del turismo de ese territorio.

Tanto en el primero como en el segundo se me hizo evidente que el “enfoque sistémico” (permitidme que lo ponga entre comillas, por pudor) pasaba siempre por adoptar una perspectiva de ecosistema que entienda el sujeto de cambio como un organismo vivo, repleto de oportunidades, tensiones e interdependencias, que son dinámicas y que había que aflorar, explicitar y tratar con cariño, respetando sus propias dinámicas. Viéndolo así, la clave estaría en encontrar unos encajes que fluyeran de la manera más natural posible, con el mínimo de fricción inducida externamente. Por eso, desde mi experiencia, uno de los retos más complejos que tiene la “gestión sistémica” es saber encontrar el punto óptimo entre intervenir y dejar que suceda. Como profesionales de la consultoría, llegar a ese equilibrio es complicado pero vale mucho la pena intentarlo.

La clave puede estar en desplazar el foco de observación y de análisis desde los individuos o los elementos aislados a las relaciones e interconexiones que se dan entre ellos. Y esta es una mirada que hay que entrenar. Desde esta premisa, me he dado cuenta de que me encanta trabajar en proyectos que sirven para integrar cosas, conectarlas y darles alguna coherencia para que fluyan como un sistema capaz de gestionar las fricciones de una manera sostenible. A más fragmentado esté el espacio, a más comportamientos de suboptimización muestren los agentes, más complejo pero más interesante.

Vamos a aterrizar esto. Intentaré resumir algunas pistas prácticas sobre cómo intento aplicar una mirada sistémica a mis proyectos de consultoría de innovación:

  1. Poner en el centro un gran objetivo de consenso: En IntegraSarea fue el paciente, mientras que en HibriturSelva, el bienestar sostenible del territorio. Se necesita identificar cuál es el criterio o propósito superior que prima más. Y este debe ser humanista, centrado en las personas. Ese gran objetivo debe ser negociado desde el principio, porque si se hace así aporta mucha armonía y coherencia. No es una cosa, ni son datos, sino personas. Lo sistémico es humanista.
  2. Profundizar y ser muy sensibles al contexto: El contexto lo impregna todo. Condiciona y es condicionado. Las mismas personas actúan de una manera o de otra según el tipo de comportamientos que favorece cada contexto. Y este, a su vez, es un constructo complejo que va más allá de lo que sugiere a primera vista el marco institucional. Incluye factores culturales, rituales organizativos, normas sociales y emociones asentadas en el tiempo que deben ser incorporadas al diagnóstico. El lado antropológico del design thinking me enseñó lo importante que es abrir el zoom, incorporando los antes y los después de cualquier servicio o actividad que se quiera mejorar.
  3. Considerar todos los posibles efectos que afloran de las interacciones: Desde mi humilde experiencia, creo que una capacidad que muestran las personas que manejan bien el pensamiento sistémico es la de prever comportamientos paradójicos, o sea, efectos inesperados por contraintuitivos. Una decisión que parece estupenda a corto plazo puede ser, por sus efectos acumulativos, fatal a largo. Una intervención que es positiva para una parte del sistema, para uno de los colectivos que lo forman, quizás empeore el funcionamiento de otras. Ciertos cambios organizativos o de políticas de gestión que, a simple vista, parecen una magnífica idea, desencadenan efectos “indirectos” o “secundarios” con resultados contrarios al objetivo que se buscaba.
  4. Entender que los sistemas en los que intervenimos son dinámicos: Esto que suena a obviedad es algo que tendemos a olvidar en consultoría. Una mejora puntual a corto plazo puede revertirse en el tiempo si no es sostenible. Y para que lo sea, hay que articular mecanismos de autoajuste del sistema que solo se consiguen desde la autonomía de las personas que lo forman. Por eso es tan importante que las soluciones afloren desde el colectivo y que sean suficientemente flexibles (y distribuidas) para facilitar una respuesta adaptativa. Los modelos rígidos e impuestos desde fuera se quedan obsoletos muy rápido. Como consultores podemos creer que logramos los objetivos al terminar la colaboración, que ha sido un éxito, pero que sea una percepción falsa, porque, apenas nos vamos, la entidad-cliente no es capaz de apropiarse de una solución que le resulta ajena dado que no ha sido construida para que prospere con impulso propio.
  5. Aprovechar los puntos de apalancamiento: Entender bien la dinámica de los sistemas permite detectar “puntos de palanca” que si sabemos activarlos, producen un impacto multiplicador en el cambio que buscamos. Esos puntos casi nunca son obvios porque aparecen en los espacios intangibles de interacción. Tendemos a reducir esa búsqueda a personas concretas, cuando la magia casi siempre está en algún punto de las arquitecturas organizativas o de las políticas que estimulan los comportamientos. Esas palancas permiten una intervención más eficiente porque pequeñas cantidades de esfuerzo producen efectos más que notables.
  6. Prototipar colectivamente para aflorar (y anticipar) los comportamientos complejos: Esta es una de las grandes asignaturas pendientes en las organizaciones (y en consultoría). Se diseñan soluciones desde los despachos que después pretendemos que funcionen en la realidad, pero esto casi nunca es así. Esa forma de aproximarse a los retos, tan teledirigida, explica que después aparezcan efectos secundarios o reacciones adversas que nadie supo prever. La alternativa es co-crear prototipos y ponerlos a prueba. Después, iterar e iterar, con experiencias piloto, que ayuden a anticipar efectos a un coste y riesgo relativamente bajo.
  7. Construir “mapas de sinergias”: Esta parte es super bonita, de las que más me gustan. La idea es tratar de documentar colectivamente las sinergias (actuales y potenciales) entre los distintos actores o colectivos para explorar complicidades y conexiones. A veces la gente las descubre por su cuenta y esto no hace falta que se haga de forma explícita. Pero otras veces conviene hacer ejercicios de “mapeo colectivo” para visibilizar esas oportunidades latentes.
  8. Crear espacios de encuentro entre las partes desconectadas: Esto ayuda muchísimo a mejorar la empatía entre colectivos que están en tensión y perjudican el rendimiento global del sistema. He visto en mis proyectos, sobre todo en el de Osakidetza, que la única manera de desmontar prejuicios y facilitar espacios de confluencia entre profesionales que se tenían cierta desconfianza entre sí era crear espacios amables de conversación donde pudieran hablar y conocerse mejor. Recuerdo, por ejemplo, que en el proyecto de mejora del servicio de cuidados paliativos, no solo tuvimos que poner en contacto a los profesionales del ámbito primario con el hospitalario, sino también a los profesionales paliativos con los especialistas que remiten a los pacientes a ese subsistema. Y también, al personal sanitario con las familias y los pacientes. De hecho, se hizo evidente que familias y pacientes no piensan igual, y que había disonancias en las expectativas que no se habían tratado con suficiente sinceridad precisamente porque se evitaba hablar de ello.
  9. Demostrar (y hacer pedagogía) de las interdependencias: Esto es sumamente importante que se entienda y está en la base de todo: yo dependo de ti, y tú de mí. Si esto no se comprende, hay poco que hacer. Y no se enseña con sermones, sino a base de ejemplo, evidencias y de trabajar de manera conjunta en proyectos colectivos y transversales.
  10. No castigar la autonomía de las partes dentro de la lógica integradora: Ambos objetivos son compatibles. Hay competencias y espacios que son locales o micros, y que hay que respetar, y otros de interdependencia, que son los que hay que negociar a escala-sistema. Intentar invadir el espacio de autonomía de las partes con imposiciones burocráticas o rigideces centralizadoras es un error bastante común.
  11. Elegir herramientas (digitales) de interacción que refuercen una cultura integradora: Las herramientas sirven para fijar (cambiar) hábitos y prácticas. Cuando eliges esas herramientas, o las diseñas, tienes la posibilidad de habilitar moldes que asienten pautas colaborativas casi por defecto. No puedes dejar esto en manos del personal informático. Esas decisiones embeben unos valores, una cultura, que afectan la arquitectura y los flujos de trabajo. Estoy cansado de ver aplicaciones que están concebidas (y estimulan) los compartimentos estancos, que es lo contrario a la gestión sistémica de cualquier cosa.

Antes de terminar voy a dedicar unas palabras al liderazgo de las organizaciones en las que intervenimos. Si los cargos directivos no entienden, o incluso se resisten, a esta forma de integrar voluntades, es complicado llegar a algún sitio. Abogo por el poder distribuido, pero sé también que siempre hay personas que tienen más influencia que otras y que algunas pueden ser decisivas para que algo salga adelante. Por eso, es fundamental persuadir a los equipos de dirección, con evidencias, de las ventajas de apostar por un enfoque así y de que contar con su apoyo honesto (no postureo) es crítico. También, identificar y estimular “nodos” que lideren el esfuerzo de “sistematización”. Esos nodos son los que irradian, desde el ejemplo, las nuevas formas de hacer. Algunas de estas personas vienen “de fábrica” con una predisposición sistémica, pero casi siempre se necesita formación para el desarrollo de ciertas habilidades.

Imagen de Jorge Guillen en Pixabay.

Amalio Rey

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