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Manel Muntada escribía en su blog hace poco un artículo dedicado a distinguir entre dos «tiempos» diferentes: el de ahí fuera, el de lo que ocurre, y el de aquí, el que acontece dentro de cada cual. Es también tradicional la distinción entre Cronos y Kairós. Sin olvidarnos de Eón. Aquí mismo publicamos un post al respecto hace ya casi un par de años: ¿El tiempo es dinero en la consultoría artesana? Sí, el tiempo –eso de lo que disfrutamos o que nos persigue– es un tema recurrente en nuestras reflexiones, en las personales y en las profesionales.

Creo que, hasta cierto punto, se ha convertido en un axioma de la gestión: menos tiempo, más productividad. Definitivamente, nos hemos enfadado contra el tiempo. Si puedes hacerlo en una hora, ¿por qué dedicarle dos? No ves que estás perdiendo el tiempo. Y perder el tiempo es perder dinero. Y no estamos aquí para eso.

En este artículo me voy a detener en un concepto en particular: el tiempo de respuesta. Disponemos de muchos ejemplos en los que este tiempo parece especialmente relevante:

  • El tiempo para responder a una petición de un cliente y enviarle una propuesta de colaboración.
  • El tiempo para responder a una consulta que nos llega al correo electrónico o, mucho más diabólico, que nos llega al WhatsApp.
  • El tiempo para responder a un cambio en el entorno competitivo y que nos obliga, en apariencia, a modificar la estrategia.
  • El tiempo para responder a una pregunta directa de un colega que nos está pidiendo consejo o ayuda.

¿En todos los casos se trata de «cuanto antes»? En general, me tengo por un profesional que responde rápido: respondo rápido a los correos electrónicos, a los mensajes de WhatsApp, al envío de propuestas de colaboración. Sí, respondo rápido. Incluso procuro anticiparme: si dije para una fecha, sé que enviar la respuesta antes puede proporcionar alguna que otra ventaja para una buena relación. En general, vivo en el mundo de: ¿para cuándo? Para ya. Y no, no es del todo sano.

Me parece que nos falta una tremenda labor de educación a la que no destinamos, valga la contradicción, el tiempo suficiente. Tenemos que educarnos en el tiempo. En los tiempos, que nos diría Manel. Claro que, además, cada persona vive mediatizada por su particular momento vital, por un tiempo que se sobrepone a todos los demás. Vivimos pegados a una concepción del tiempo que, en gran parte, se nos impone. Simplemente porque vamos de la mano de un tiempo que podríamos denominar «natural». Es este un tiempo que tiene que ver con nuestra fisiología.

Quizá debamos aportar mayores dosis de cordura en la «gestión del tiempo» profesional. El time-to-market nos da algunas pistas. A veces no conviene llegar el primero. Se nos venden la osadía y los enfoques ágiles; se nos venden técnicas para no despilfarrar el tiempo. Porque si el tiempo se nos escapa entre las manos, entonces, mal asunto. El cliente espera.

Puede que tengamos que reinterpretar el just-in-time. O sea, cada cosa requiere un tiempo diferente. No se trata de llegar antes, sino de llegar a tiempo. Conviene educarnos en una lógica del tiempo en la que acelerar es solo una de las diferentes formas de gestión. No tiene por qué ser la mejor ni tampoco la única. El tiempo es un valor absoluto y relativo al mismo tiempo. El tiempo transcurre inexorable, pero también se encoge y se estira según circunstancias. El tiempo es lineal, pero podemos entenderlo en forma circular. Un tiempo acelerado es, en general, sinónimo de mala vida. En eso estamos de acuerdo, ¿no?

Así pues, el tiempo de respuesta, si nos vamos al ámbito profesional, es un constructo complejo. Porque a veces incluso conviene demorar a propósito. Contribuir a una cultura de la urgencia puede provocar efectos perversos. En todo esto hay mucho de asertividad, de decir que no. De vez en cuando más sosiego es más productividad. ¿Dónde debemos demorarnos y por qué? ¿Dónde debemos ralentizar la respuesta y por qué? ¿Cuál es el mensaje asociado a un tiempo de respuesta mínimo?

Imagen creada mediante IA vía Bing.

Julen Iturbe-Ormaetxe

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