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Jordi Fortuny

Soy consultor artesano y nodo de OPTIMA LAB, una red productiva que ayuda a personas y organizaciones a ser más efectivas para lograr sus resultados.
Me formé como ingeniero y, aunque he ejercido poco, me quedo con que aprendí a pensar estructuradamente y con las herramientas para ello. Mi experiencia profesional consta de más de 20 años como directivo y gestor de empresa, liderando equipos en distintas áreas, entre ellas comercio exterior y dirección comercial. Estos trabajos, con sus vivencias y experiencias me han aportado conocimientos en un amplio espectro, tanto en lo profesional como en lo personal y han formado lo que actualmente soy: un consultor artesano.
Escribo en mi blog https://efectivitat.com/

Podría decir que me he pasado toda la vida vendiendo algo. Y no desde el punto de vista de esa tesis que defienden las personas expertas en marca personal que dice que hagamos lo que hagamos (nos) estamos vendiendo. En mi caso es literal.

Siempre he explicado —con cierta ironía— que mi entrada en el mundo de la venta llegó en el momento en que la altura de mis ojos superó en un par de centímetros la del mostrador de la tienda de mis padres.

Mis recuerdos infantiles y adolescentes están profundamente marcados por esta etapa. En mi casa teníamos una explotación agrícola y un par de tiendas donde comercializábamos lo que cultivábamos. En aquella época, como no podía ser de otra manera, lo vivía francamente mal. Mucho trabajo y poco ocio. 

Ha sido con el paso de los años que he visto que, en realidad, esta experiencia fue un gran regalo por todo lo que me ha aportado y he terminado aplicando en todos los caminos por los que he transitado en mi vida hasta el momento. Y cada día que pasa, estos aprendizajes, lejos de quedar obsoletos, toman incluso más sentido.

Mis padres —ahora ya jubilados— eran artesanos y, además, profundamente comprometidos con ello. Trabajar con paciencia, con pulcritud y dando lo mejor de ellos mismos en algo en lo que eran buenos. Sin parar, sin dejar de aprender, enfocados en proporcionar a la clientela productos fuera de lo común.

De hecho, la verdadera satisfacción de la actividad no era el obtener ingresos para mantener a una familia numerosa, la energía que los movía era la gratitud de las personas que compraban en la tienda: «son los mejores melocotones que he probado en mi vida».

En un momento dado, lo fácil y cómodo era dejar de cultivar sus propios productos, comprarlos a un mayorista de frutas y verduras y actuar como simples intermediarios. Pero esto significaba renunciar a lo que los hacía felices.

Cultivar pocos árboles y de muchas variedades de melocotón para cubrir toda la temporada. Cosechar cada día para poder ofrecer el producto en el punto óptimo de maduración. Y no solo hablamos de melocotones, también de albaricoques, tomates, lechugas, pimientos, etc. 

Desde un punto de vista racional, y en perspectiva, no tiene sentido lo que hacían. Rayaba casi la locura. Pero sí tiene sentido desde el punto de vista emocional. La transacción con los clientes no era monetaria, era emocional.

Melocotones industriales vs. melocotones artesanales. No es lo mismo, parece que todo son melocotones, pero son dos productos muy diferentes. Cada uno con sus virtudes, con sus defectos, con su público, su esencia y sus motivaciones.

Ellos no conocían ni lo que era la venta consultiva ni lo que era un CRM. Pero practicaban la venta consultiva más pura que he visto nunca. Y eran CRM vivientes. Conocían perfectamente a la clientela, tanto, que al cosechar —e incluso al sembrar— determinados productos ya sabían para quienes iban a ser.

No necesitaban ningún algoritmo para conocer a las personas. Aplicaban el sentido común, la relación, el autoaprendizaje y la experiencia para hacer bien las cosas correctas.

Esta relación entre iguales, este intercambio de sensaciones —que no de dinero— entre personas era lo que daba sentido a lo que hacían. Y hacían cosas con sentido.

Llegados a este punto, igual te estás preguntando ¿y qué tiene que ver todo esto con la consultoría artesana? 

Como te decía al principio, a lo largo de mi vida —antes de ser consultor artesano— he ocupado varias posiciones laborales, y todas ellas relacionadas con la dinamización comercial.

En ellas, siempre he intentado rehuir de las técnicas tradicionales de venta basadas, por ejemplo, en pushings intensos y técnicas de cierre agresivas, priorizando la venta «suave», consultiva, basándome en mis principios, los que había heredado de la tienda de mis padres.

Aún así, en mis primeras semanas como consultor artesano, me pareció percibir que el leitmotiv era un «aquí no se vende», te compran. Lo cual no te negaré que me producía incluso cierta inquietud. Yo había estado vendiendo toda mi vida. ¿Me tenía que inhibir?

Reflexionando sobre ello, llegué a la conclusión de que en la tienda de mis padres nunca tuve la sensación que estaba vendiendo. Imagínate, en una tienda sin vender. 

Estaba convencido de que lo que entregaba era útil y adecuado, porque lo habíamos creado en base a conocer y a hablar con las personas que nos compraban, de recoger información, de contrastar opiniones, de ver sus caras de felicidad. Y como esto nos llenaba —y llenaba la tienda—, era que lo estábamos haciendo bien. 

Durante unos días le estuve dando vueltas a la declaración: Abogamos por modelos no invasivos de acercamiento a los clientes, que se basen en prescripciones y referencias de proyectos anteriores como mejor carta de presentación.

Queda claro, te lo juegas todo a una carta, a la de la prescripción y al eco que pueda generar tu trabajo. Pero se vende, vaya si se vende. Y se vende de la manera más perfecta que existe. La venta consultiva REAL. Por eso volví a los orígenes, a la tienda de mis padres, y por eso te lo he contado. Porque desde que soy consultor artesano tengo las mismas sensaciones que cuando estaba en ella.

Mis padres ya vendían en el momento que sembraban las plantas. No cultivaban por «amor al arte», trabajaban y cosechaban sus productos pensando en los clientes. El proceso de la venta está embebido ya en la génesis del producto o servicio. 

Y la relación con la clientela, también es venta, aunque a ti te parezca que no lo sea. A más emoción, a más comodidad, a más confianza, mejor venta. Entregar el producto o servicio de manera impecable es necesario, pero también lo es la venta. La venta, en tanto que relación, creo que tiene tanto o más valor incluso que el propio delivery. 

Yendo a un extremo, estoy convencido de que es muy difícil que te prescriban si entregas un producto de diez pero prescindes o minusvaloras este proceso de venta. O llámale relación, si te incomoda la palabra venta. 

Para terminar, otra reflexión. ¿Te has fijado que hay muchos negocios que cierran cuando «aún huelen a nuevo»? En mi opinión no triunfan porque menosprecian este trabajo de relación, de paciencia, de orfebrería relacional. Piensan que invirtiendo en campañas agresivas van a llenar el local, pero solo lo llenan el primer día. 

Se puede vender sin vocear, pero no se puede vender sin vender. Tienes que invertir en relación, y hacerlo con sentido, con paciencia.

Esto, para mí, es vender de manera artesana.

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