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Aprender posiblemente sea una de las tareas más íntimas en el ejercicio de la consultoría, artesanalmente entendida. No es un accesorio de la actividad principal, sino parte del oficio; es un requisito indiscutible para progresar y crecer cualitativamente, para sostener una identidad alejada de los comodities que acorralan esta profesión. Una cálida tarea que se incorpora irremediablemente en la agenda, sin postureos, que se mezcla con otras más prosaicas e identificables, como organizar el papeleo administrativo, impartir un taller o negociar las condiciones de un proyecto con el cliente.

El aprendizaje es inherente al desarrollo de la actividad, pero, qué pensabas: el hecho de que el consultor tenga que aprender no siempre es bienvenido en el mercado. La consultoría artesana nada en un mar de contradicciones, y he aquí una de ellas.

“No queremos contratar para ese proyecto a alguien que venga aquí a aprender, a hacer su máster práctico. Queremos resultados”. Hay organizaciones que tienen la premisa de que el valor del profesional externo reside prioritariamente en su conocimiento acumulado hasta el mismo día del inicio del proyecto. Un conocimiento, en estos casos, entendido de manera simplificada, tal vez como un repositorio, desde donde el consultor extrae una lata de soluciones estáticas que vienen a resolver los problemas encontrados.

Esto es así, entre otras cosas, porque hay una oferta comercial amplísima que propone un catálogo de estrategias y herramientas, normalmente respaldadas y recomendadas, que sofocan los dilemas e incertidumbres que tenemos tanto como individuos como organizaciones. En el consumismo encontramos las respuestas a ese “cómo afrontar” las dificultades con las que nos encontramos. Y esa respuesta viene en forma de producto, aunque sea un servicio, con un protocolo estándar y con “resultados contrastados”.

Imagina un manual de instrucciones que indique que, en función de cómo se desarrolle el paso número 3, el paso número 4 tendrá que ser sometido a reflexión para tomar un camino u otro en el proceso de montaje y construcción. Y que indique en la primera página que el resultado final puede que sea bastante diferente a la imagen del envoltorio. Precisamente porque es difícil de imaginar, también parece impensable que el devenir correcto de un proyecto pase irremediablemente por un proceso de aprendizaje durante el mismo, a la consideración del error como una posibilidad, de la desviación respecto del rumbo planificado como oportunidad para llegar a mejor término.

Enfrenta estas dos frases, y sírvete tú mismo un plato del desafío artesano:

“En un mundo que busca el beneficio inmediato, la gestión controlada de las crisis y la limitación de daños, todo aquello que no pueda demostrar su valía instrumental es considerado un riesgo”. Zygmunt Bauman. Vida líquida.

“Aprendemos a través de la experimentación y del error, de la desviación y de la corrección del rumbo planificado, y nos renovamos con cada trabajo. Ya que el aprendizaje sucede antes, durante y después de cada proyecto, la acción y la revisión resultan imprescindibles para aportar soluciones”, Declaración de la Consultoría Artesana.

El consultor artesano realista encuentra en el conocimiento acumulativo, ese que se aprende antes, durante y después de cada proyecto, el argumento de “su” valía instrumental para minimizar los riesgos de su modus operandi. Pero sin duda, esto es difícil de poner en un folleto comercial. O lo explicas y te entienden, porque hablas el mismo idioma que el otro. O lo explicas y te miran raro, y sabes que ese cliente no va a ser para ti.

En la mayor parte de los casos el valor que aporto a través de la consultoría, artesanalmente entendida, no está en explotar el negocio del cliente a partir de lo que él ya sabe y quiere hacer. Soy útil para explorar el negocio del cliente y, así, encontrar soluciones para explotarlo, con una mirada que no se tenía, o aclarando una imagen que se encontraba algo borrosa. Para ello, trato de poner en cada proyecto el aprendizaje en el centro, como valor humilde y respetado, desde el que descubrir progresos y desanudar complejidades difíciles de interpretar. Y para encontrar resultados, claro: quizá aquellos previamente definidos que sabíamos que podíamos encontrar… o puede que otros.

Hay 3 íntimas categorías de hábitos en torno al aprendizaje que al menos yo practico, y que contribuyen a otorgarle el valor que a mi me merece el asunto. A ver qué os parecen:

Aprendizaje de oficio: son dispositivos de aprendizaje consciente que pones en marcha para que no se pase nada por alto que sea susceptible de ser aprendido. En mi casa lo llamamos learnings. Son herramientas que te permiten repasar en caliente el desarrollo de un proceso. A veces es una pizarra en blanco (o un dibujo en una cuartilla, de papel o de tablet) que va recogiendo lo principal de una conversación contigo mismo o con tu colega; otras veces es un documento más estructurado y/o compartido en el que vamos incorporando entre varios algunas evidencias en el desarrollo del proyecto.

El aprendizaje de oficio cobra especial sentido cuando no se hace solamente de puertas hacia dentro, sino que incorporas al cliente en la reflexión, en el “cómo van las cosas”.  Ejercer la consultoría es abrazar el riesgo junto con el cliente, asumiendo que ese abrazo aprendizaje compartido es mucho más sensato que engañarnos mutuamente con la falsa creencia de tener una pócima mágica que solucionará tus problemas y engordará mi facturación.

Disponer de ese dispositivo que te obliga a escupir aprendizajes nos devuelve a la realidad de no saberlo todo, nos recuerda la preocupación el respeto que no se debe perder por el proyecto, pero también facilita aprehender de forma significativa e incorporar conocimiento en la mochila del consultor de manera sistemática.

Aprendizaje creativo: supone el esfuerzo proactivo por buscar referencias alejadas que permiten interpretar mejor la complejidad a la que te enfrentas. Son metáforas, equivalencias, símiles que, con una lógica sencilla y un mecanismo conocido, explica de manera simplificada el funcionamiento de una realidad un tanto inescrutable. Aprender así implica tener un filtro en la mirada que te habilita a hibridar experiencias personales, lecturas ociosas o anécdotas de tus amistades con esas ideas o experiencias profesionales que te acompañan.

Destilar equivalencias entre esos referentes cercanos y tu contexto sofisticado te aproxima a una realidad más comprensiva; por ello las metáforas actúan como intérpretes, descubriéndonos que la explicación más sencilla a veces puede ser la más interesante.

Una de mis preferidos en el uso de metáforas lo encuentro en Manel, quien es capaz de ver en Mary Poppins un ejemplo de la función que se lleva a cabo en la consultoría, o establecer similitudes extraordinarias entre el funcionamiento de una placenta con los procesos de cambio organizativo.

Aprendizaje resiliente: en un contexto tan veloz como adverso, la adaptación pasa por atrapar todo lo nuevo que va apareciendo e incorporarlo a tu repertorio de estrategias, herramientas y habilidades. Ya, esto es tan importante como evidente, y por eso no me voy a detener aquí…

Lo que pasa algo más desapercibido es que en este contexto tan veloz como adverso, la adaptación antifragilidad (aquello que mejora en el desorden y la complejidad) implica desaprender todo aquello que aprendimos y que ya ha comenzado a dejar de tener sentido. Deconstruir conceptos asentados, incorporándoles nuevas cualidades, es una tarea harto complicada, sobre todo a medida que las canas van conquistando la mayoría absoluta. El vértigo del Big Data o la transformación de los valores en la sociedad son dos ejemplos de cambios progresivos que afectan a las organizaciones. No, las recetas de ayer quizá ya no sean tan jugosas.

En una conversación prefiero tener a mi lado a personas que comparten dudas e inquietud, a personas que argumentan verdades y paternalizan desde su sabiduría. Y si esa conversación es con responsables de una empresa, peor me lo pones. Conviene desconfiar de los expertos que tienen demasiadas recetas y respuestas, porque posiblemente sean tan expertos que no puedan dejar de mirar de forma condicionada su realidad. La innovación practica la ingenuidad de volver a hacernos preguntas básicas que “los expertos” creen resueltas o superadas. Una mirada limpia hacia la esencia es fundamental para innovar, por lo que una revisión de las convicciones es un hábito saludable y no siempre sencillo de practicar.

Nacho Muñoz

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