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Álvaro FierroÁlvaro Fierro

Me llamo Álvaro Fierro y me dedico a intentar responder a la pregunta que me hace mi madre cada vez que voy a comer a su casa: Hijo, ¿tú a qué te dedicas? Le suelo contestar que a ayudar a las organizaciones a evaluar, desde puntos de vista más allá del económico, el valor que genera su actividad desde lo social y cultural. Dicho de otra manera, a poner números a las intuiciones para ir del dato al relato en la estrategia interna y la comunicación de los proyectos. También soy Doctor en Economía por la Universidad del País Vasco/ Euskal Herriko Unibertsitatea y he dirigido los documentales 160 metros, Atrapados por la Serpiente y Reconexión. Y a veces voy a correr.

 

Mi hijo Niko, de seis años, acudió el pasado curso escolar al museo de titanio de Bilbao. Cuando le pregunté sobre la excursión, me comentó feliz lo bien que se lo había pasado en el Burggengheim. Sin pretenderlo, en una especie de lapsus freudiano, alguien aún con la inocencia intacta, equiparaba la teoría que David Throsby (economía y cultura) o John Holden (el valor intrínseco e instrumental de la cultura) desarrollaron unos años atrás. Aunque el concepto de la McDonalización de la cultura ((Zulaika a través de Ritzer (2003)) ya estaba acuñado, no deja de ser significativa la respuesta de un niño. Es decir, el consumo rápido de arte como motor del desarrollo económico de un territorio; su ubicación, un espacio- experiencial que es una franquicia importada desde Nueva York; la gestión directiva de un ex alto cargo de Economía de la Diputación Foral de Bizkaia; y unas exposiciones que son organizadas de manera análoga a la rotación del stock industrial. De alguna manera, siempre desde la inconsciencia, Niko resaltaba el valor económico de la pinacoteca frente al cultural. 

Mucho antes de que mi hijo naciera, en la década de los noventa, se hizo conocida en el ámbito de la prensa rosa Sofía Mazagatos. No sé si la recuerdan. Otrora icono pop, sufrió en una de sus innumerables apariciones públicas un contratiempo verbal similar al de Niko. En una entrevista, le preguntaron por Mario Vargas Llosa y su obra. Ella respondió que era un autor al que seguía desde hacía “muchísimos años”, pero que no había tenido la oportunidad de comprar ningún libro. Sin que ella lo pretendiera —o sí—, resaltaba el impacto cultural de un objeto frente a su valor económico. Es decir, no dudaba en otorgar un estatus elevado al escritor peruano desde la óptica cultural, pero a la vez, le agregaba un valor económico nulo. No se había comprado ningún libro escrito por él. 

Estos dos ejemplos, prosaicos pero reales, ponen de manifiesto la tensión entre lo cultural y lo económico cuando se trata de la producción espiritual. Los proyectos de gestión cultural, en ocasiones, confunden la  sostenibilidad  frente a la fiscalización y el economicismo. Reseñemos un último ejemplo a modo de parábola para tratar esta introducción.

Pongamos que cuatro amigos comienzan a reunirse en un bar y de manera regular para jugar al mus. A este establecimiento le bautizaremos Marx en la Taberna —luego verán por qué—. Poco después, cuatro parroquianos más se unen a la partida y más adelante, otros ocho. Se crea, primero,  una mesa de juego y más adelante, otras tres. El propietario organiza, en función de la demanda, un campeonato que estará sujeto a una serie de reglas (formularios de inscripciones, cuadrantes de horarios, penalizaciones si no se acude a la partida…), además de una reorganización del espacio que perjudica al resto de clientes (la externalidad negativa frente a la positiva, o la asignación eficiente en el sentido de Pareto). A la pareja ganadora del mismo, tras cumplir estos nuevos protocolos, se le obsequiará con una cesta de comida. Esta cesta la provee una empresa externa y gracias al impacto de este torneo, que se comienza a celebrar cada, digamos, seis meses, esta organización contrata a un trabajador más. 

Lo que empieza siendo un proyecto espontáneo sujeto a una infraestructura, se convierte en superestructura. Esta producción espiritual (de las ideas) no tarda en convertirse en producción material sujeta a una administración (unas normas, un procedimiento) y a unas consecuencias económicas (más clientes y más consumiciones, el pedido de una cesta de comida, la contratación de un trabajador más).  Marx en la Taberna.

Un proyecto cultural se rige por las mismas lógicas. Los gestores y gestoras del mismo disponen de unas herramientas propias con las que hacer el trabajo diario y con métodos propios de su infraestructura. Dicho trabajo genera un efecto en la sociedad, consecuencia indirecta de su acción y cuyo impacto ya no es controlable por el proyecto. Se pasa, pues, del impacto cultural —lo que depende de nosotros y nosotras— al impacto social —ajeno a nuestro control—, traducible este último en muchos elementos: despertar el interés de la ciudadanía, su pensamiento crítico, curiosidad, etc. O yendo más allá: empatía, tolerancia, respeto, educación…  Y en caso contrario, avaricia, codicia, envidias… En este caso, se genera una infraestructura espiritual desde la superestructura.  

Poner números a las intuiciones

Dentro del ruido del lenguaje, tan cambiante como la naturaleza de la propia cultura, consensuar de manera implícita conceptos que no lleven a la confusión es primordial en el mundo de la gestión cultural. La medición -establecer unas métricas-, en efecto, se vincula directamente desde el economicismo, y la evaluación responde de una manera orgánica al autoanálisis. Este es un concepto asimismo relacionado con el valor intrínseco de la cultura propugnado por Holden (2004), y que tiene como fin poner números a las intuiciones, ordenar el magma que la propia definición cultural implica y con el que Terry Eagleton, comienza su ensayo de 2016.

Partimos de una hipótesis tan prosaica como real: la cultura nos hace mejores  personas, y la inversión en la misma conlleva que el bienestar ciudadano aumente en todas sus dimensiones. Dimensiones como la diversidad y vitalidad cultural, el empleo, la capacidad creativa de los colectivos, la identidad, participación y acceso a la cultura, y por supuesto, la educación.

Así, dentro del ecosistema que compone la gestión cultural, en ocasiones coreada cacofónicamente por muchas voces y sensibilidades, se hace necesario por tanto consensuar criterios y dibujar esquemas  que permitan tangibilizar, no necesariamente desde el punto de vista monetario pero también, el valor que genera la acción cultural. Si el manual metodológico de indicadores culturales publicado por la UNESCO (2014) reseña en su prefacio la propia subjetividad del estudio y el carácter de testeo realizado para solo algunos países, ¿no es un proyecto de gestión cultural a menor escala igual de legítimo que el anterior a la hora de experimentar el impacto que genera en la sociedad? 

Epílogo

Cuando ahora le pregunto a Niko por el Burggenheim, me responde contundente: ¡que se dice Guggenheim, aita! ¡Que no te enteras!

 

Referencias bibliográficas

Ritzer, G., & Stillman, T. (2003). Assessing Mcdonaldization, americanization and globalization. Global America, 30–48.
Holden, J. (2007), Cultural Value and the Crisis of Legitimacy.
Indicadores UNESCO de Cultura para el Desarrollo (2014). Disponible en https://es.unesco.org/creativity/activities/indicadores-unesco-de-cultura-para-desarrollo

Imagen destacada: Sergio S.C from Zaragoza, España, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons.

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